Hoy ha sido un día de esos donde el frenesí marcó el ritmo. Amanecí en Madrid, pasé el día en Barcelona y dormiré en Sevilla. He llegado hace un par de horas después de un vuelo demasiado vacío para ser la previa a un puente y con la feria saludando desde la esquina. Me ha acogido en su barrio la Esperanza Macarena, apenas nos separan cien metros, y no he podido hacer otra cosa que pasar a mostrarle mi agradecimiento y mis respetos. Aproveché para pedirle por la familia de sangre y por la que me ha dado la vida. Siempre salud. El resto de cosas se las dejo a los egoístas.
Los diez días que me quedan por delante son más importantes de lo que parecen. Además de ser uno de los regalos de mi madre por su jubilación, aquí vive gente que se ha portado muy bien con los de casa cuando apenas estaban empezando a dar sus primeros pasos y es importante querer y agradecer a los que cuidaban de nosotros sin ser conscientes.
Mañana torea Morante en La Maestranza y a medio día recogeré las entradas. Por suerte, me acompaña Ana, que es la vecina que desde que quedó viuda ha cogido el testigo de mi abuela y se ha convertido en una más de la familia. No importa si el destino es Roma, Sangenjo o Sevilla porque para ella siempre hay hueco en casa y un plato caliente en la mesa. Cada día me demuestra que es posible el amor eterno, incluso una vez muertos, y que hay que saber llevar con dignidad el dolor, aunque por las noches nos derrumbemos.
Voy a la plaza sin ninguna expectativa y con la alegría de que Morante sigue poniéndose delante de los toros a pesar de sus problemas mentales. Ir con la idea de ver algo me parecería injusto, además de frustrante, y terminaría saliendo enfadado de un lugar que está hecho para entender la vida y la muerte a través del arte. Uno no puede ir a los museos a enfadarse.
Otros temas en los que no me permito tener ninguna expectativa son el Real Oviedo y el amor, que vienen a ser un poco lo mismo. Aunque mentiría si dijera que no estoy igual de ilusionado que cualquier niño pequeño de los que me cruzo por la calle cuando voy al campo. La pasión por estos colores se escapa de la razón y hay veces que hasta el corazón se le queda pequeño. Quizás el secreto de este milagro que es la vida sea mantener una pizca de esa ilusión e inocencia que teníamos cuando nuestra responsabilidad era mirar cómo pasaba el tiempo desde los columpios.