Malditas apariencias
No hay mayor acto de valentía y de humildad que ser capaces de pedir ayuda.
Hay una serie de televisión de la que veo un capítulo todas las noches después de haber leído algunas páginas de cualquier libro que tengo en la mesita. Me gustaría hacerlo a la inversa, primero la serie y después el libro, pero como llevo dos semanas preparándome para la escapada que tendré en un par de meses a Pirineos, siempre se me terminan cerrando los ojos por cansancio y me despierto sin saber en qué página lo había dejado.
Hoy me ha tocado el capítulo número dieciocho de la tercera temporada. La serie trata de un grupo de agentes especiales de la Ciudad de los Ángeles. Supongo que me gusta porque me recuerda a la Brigada de Carreteras, otra serie policial alemana que veía los días que estaba malo y no iba a clase y las mañanas de verano. Puede que de ahí venga mi pasión por los servicios secretos y la contrainteligencia, aunque nunca me han atraído lo suficiente como para dedicarme a ello. Traumas policiales de la adolescencia, supongo. Probablemente, la misión de este capítulo, haya sido la más difícil a la que un equipo de operaciones especiales puede enfrentarse. Estas personas están acostumbradas a los silbidos de las balas, los narcotraficantes, los tratadores de blancas y todo tipo de terroristas y asesinos en serie. Pero, en la operación que tenían que llevar a cabo, no hizo falta que derribaran puertas, les autorizasen escuchas telefónicas o tuvieran que rapelar desde un tejado.
Lo único que necesitaron para salir airosos fueron las palabras, el amor, la honestidad y el diálogo con su antiguo jefe de equipo. Nadie sabía cómo ni por qué, pero después de tres días desaparecido, el salón de su casa estaba lleno de botellas whisky y dentro de su caja fuerte no estaba el arma reglamentaria. Por suerte, encontraron un móvil, entre el desorden que pueden generar varias semanas de ropa, comida a domicilio y muchas otras cosas, con una llamada a la línea de atención a la conducta suicida. Ninguno de sus íntimos amigos vio venir la deriva psicológica de su antiguo jefe con el que mantenían contacto. Ni si quiera su nuevo socio empresarial, sus vecinos o sus compañeros de gimnasio. Quién iba a imaginar que un hombre que arriesga su vida cada vez que se baja de un furgón blindado, que es experto en artes marciales, disparos a larga distancia y rescate de rehenes iba a necesitar ayuda psicológica más allá de sus misiones. Alguien a quien se presupone valiente, capaz de manejarse con éxito en situaciones adversas y con la resistencia mental suficiente como para sobrevivir a las torturas de un secuestro.
Muchas veces quienes mejor parecen estar son los que más pueden necesitarnos, y por eso un qué tal estás o una mínima conversación puede ser de más ayuda que un abrazo. No hay mayor acto de valentía y de humildad que ser capaces de pedir ayuda. El número para estos casos en España es el 024. Aunque debes saber que tus padres o tus amigos viven en la habitación de al lado. Y que ellos te ayudarán sin importar lo que haya pasado. Siempre hay luz al final del túnel, no dudes en levantar la mano.